EL AMO DE LA INFLUENZA
Publicado por MISIÓN Y VISIÓN | | Posted On jueves, 30 de abril de 2009 at 9:40
* Aquel mundo de oscuridad y silencio era roto cada tres cuartos de hora por el andar de una carreta desvencijada que, jalada por una mula, recorría calles y acequias en busca de su tenebroso cargamento.
Miguel Alvarado
Las desiertas calles de la ciudad de México ni siquiera albergaban la presencia del sereno, que todas las noches y hasta las cinco de la mañana se encargaba de mantener encendidos los faroles del primer cuadro de la ciudad y gritar la hora. Aquel lamento que consignaba “las onceeee y todo sereeenooo” aquella noche hacía eco en el vacío de la capital de la Nueva España. Las lujosas mansiones de los conquistadores permanecían mudas y cerradas a piedra y lodo porque el antiguo temor a la muerte rondaba a los habitantes. Cerrados estaban los palacetes de Jerónimo de Aguilar, conocido como La Imprenta; oscuro se dibujaba la casona de los herederos del guerrero Hernando de Cortés y los conventos ni siquiera mantenían al habitual portero, que abría una rendija para atender y auxiliar a los feligreses que buscaban una ayuda que no era de esta tierra.
Pero aquel mundo de oscuridad y silencio era roto cada tres cuartos de hora por el andar de una carreta desvencijada que, jalada por una mula, recorría calles y acequias en busca de su tenebroso cargamento. Allí, sobre aquella carreta apenas sostenida por dos enormes ruedas de madera y un sillín para el conductor, se trasladaban los cuerpos de los muertos por una de las epidemias más mortales que haya diezmado a la ciudad. El carretero se detenía en las puertas marcadas con una señal hecha con tiza, que le indicaba que allí había un cadáver. Embozado de pies a cabeza, el tétrico conductor debía detenerse y subir, él solo, al pasajero invitado para llevarlo a la fosa común, donde se perdería para siempre acompañado de otros tantos sucumbidos a la epidemia de tifo de aquel año de 1545.
Ya los conquistadores habían conocido el horror de una pandemia al derrotar a los aztecas y, en 1521 la viruela que marcó la muerte del mismo Cuitláhuac, había dejado una estela de muertos en ambas razas, pero fueron los indígenas quienes vieron disminuida su población hasta en 95 por ciento. En aquel entonces un soldado de Cortés iba enfermo en las naves y contagió al resto, aunque Bartolomé de las Casas relata que en el segundo viaje de Colón una gripe terrible se abatió sobre los descubridores y los indígenas que se mantenían cerca de ellos. Esta gripe fue descrita como “influenza virus”.
Otra epidemia, esta vez de tifo, segó la vida del famoso aventurero Juan Ponce de León, quien murió en la ciudad de México obsesionado aún con hallar la Fuente de la Eterna Juventud. No halló Ponce tal prodigio, pero sí se encontró mirando de frente en su lecho de moribundo al capitán Cortés, a quien investigaba por orden de los reyes españoles debido a la sospecha de que Hernán había cometido faltas contra la Corona durante su estadía en el Nuevo Mundo. Ponce se llevó lo que sabía a la tumba en 1526 pero la conseja señala que el tifo no le hizo nada, pues antes un poderoso veneno administrado con sabiduría en sus alimentos había hecho su labor.
Aquella epidemia de tifo se expandió por todo el país y reapareció en la ciudad de México en 1545. Fray Bernardino de Sahagún recuerda aquel episodio y, piadoso, narra que “hubo una pestilencia grandísima y universal, donde en toda esta Nueva España murió la mayor parte de la gente que en ésta había”.
Si bien ya se asociaban las epidemias con la llegada de los esclavos africanos procedentes de Nueva Guinea, el pueblo se formó sus propias explicaciones, que resultaron convenientes para afirmar el poder del católico Dios sobre los pecadores criollos. Desde 1545 aquella carreta de la muerte era conducida por un hombre de sobrenatural presencia, que se dejaba ver siempre que había una tragedia, incluso un homicidio o terremoto. Él siempre estaba allí, embozado pero sonriendo ante el dolor de los demás. Muy pronto este personaje fue conocido en la ciudad de los palacios con el sobrenombre de El Maldito. Nadie sabía dónde vivía, en qué trabajaba ni de qué lejanías había llegado. Lo cierto es que era de origen español, tal vez mestizo y tenía la capacidad de, incluso, predecir los desastres pues antes de que sucedieran su extraterrena figura se dejaba ver por las calles de la ciudad. Aquel Maldito tenía la cara marcada, como si hubiera sufrido la viruela en carne propia, aunque era inmune a las enfermedades. Sólo él era capaz de conducir aquel carromato sintiéndose feliz de tal trabajo y así lo hacía, riéndose en la soledad de aquella desamparada ciudad.
Las epidemias posteriores registran la aparición de aquel extraño ser, que muchos relacionaban con el Judío Errante y que en la España de ese tiempo era conocido como Juan Espera en Dios. Pero fuera éste o aquel, lo cierto es que fue visto hasta comenzado el siglo XIX reforzando el dicho que, aseguraba, no podía morir pues la Tierra lo rechazaba. Así la fiebre amarilla, la sífilis, la durina, la fiebre de Tejas, la sarna, las inundaciones y algunos temblores fueron el escenario escogido para sus apariciones, como la del 20 de septiembre de 1629, cuando una mañana fresca y clara se ennegreció repentinamente y por 36 horas los habitantes del colonial México vieron caer azorados una de las mayores trombas que recuerde la historia de aquella región. Pronto los lagos de Texcoco y México se desbordaron y alcanzaron la traza. Sólo Tlatelolco y una pequeña porción donde se localizaba el palacio virreinal y la Catedral se salvaron. Ése terruño fue llamado la Isla de los Perros porque allí se refugiaron todos los canes callejeros de la ciudad. Hubo 30 mil muertos entre los indígenas y 20 mil familias españolas fueron obligadas a abandonar el lugar. Las aguas permanecieron estancadas por 5 años y para entonces sólo 400 familias habitaban la capital. Una procesión de monjas fue alcanzada por un brazo de agua, que ahogó a casi todas y de paso desenterró a los muertos de un panteón cristiano. Las calles se llenaron con los cadáveres que flotaban a la deriva, sin que nadie pudiera hacer nada. Las crónicas recogen la aparición de El Maldito en aquella fatídica jornada, riendo a salvo, sentado en un elevado montículo. Todos lo culparon, aunque la razón del desastre se explicó luego porque el sistema de drenaje que los aztecas construyeron y que sirvió eficazmente había sido destruido y nunca fue reparado. Pero El Maldito tuvo la culpa.
La aparición más impactante del personaje tuvo que ver con la muerte del obispo-virrey fray García Guerra, un regordete dominico que aceptó el encargo de Felipe III para gobernar la Nueva España en 1611. Acostumbraba pasear en su carruaje por las mañanas, para conocer la realidad de aquella provincia y decidir los rumbos que su administración tomaría. Así lo hizo por unos días, pero una mañana, asomado por la ventanilla, se encontró frente a frente con el rostro maldecido de aquel improbable Errante, quien con voz cavernosa le vaticinó que moriría antes de cumplir un año en su puesto. El impresionable Guerra no desoyó aquella advertencia y redobló sus cuidados. Pero el tiempo lo hizo descuidado y en los inicios de febrero de 1612, a las puertas del palacio, intentó bajar de su carroza cuando todavía estaba en marcha. Nadie pudo explicarse lo que sucedió, pero el caso es que fray García tropezó con sus vestiduras y dio con su cabeza en las duras baldosas. Nunca se recuperó y murió días más tarde, el 12 de febrero, a consecuencia de aquel accidente. La gente nunca olvidó a El Maldito y le achacó aquel oscuro suceso.
Hoy la influenza azota a la mayor parte del territorio nacional y diversas opiniones intentan hallar respuestas. Los llamados conspiracionistas señalan que se puede tratar de un plan para beneficiar al sector farmacéutico, que los gringos prueba una cepa de una nueva arma bacteriológica o que los gobiernos intentan aplazar las elecciones pues saben que su partido perderá. Las cortinas de humo, sin embargo, no serán suficientes para impedir que los aterrorizados ciudadanos volteen, al cruzar alguna vieja calle en el centro del DF, y escuchen el lento chirriar de una carreta, tal vez conducida por un hombre embozado de pies a cabeza que ríe siniestramente mientras estornuda sin taparse la boca.
Abril 29, 2009Categorías: Relación de hechos . . Autor: nuestrotiempotoluca